
No siempre es proporcional la distancia recorrida en un viaje al número de sorpresas que este nos depara. Cuando hace días mis compañeros me propusieron que los acompañara en una salida que se iba a realizar con los alumnos para visitar un museo de los computadores de la Universidad de Granada, y saber que dicha visita estaba dirigida por un antiguo profesor de la carrera al que no veía desde que la terminé, sentí un acuciante deseo de volver a encontrarme con él. Después, pensando en las molestias del viaje, estuve a punto de olvidar esa idea, aunque celebro que finalmente decidiera seguir adelante.
Por asuntos de logística aquella mañana fui solo en mi coche, más tarde me encontraría con el resto del grupo. Llegué con tiempo suficiente al lugar acordado, un recinto del PTS perteneciente a la universidad. Al ser la primera vez que iba allí tuve algunas dudas del lugar exacto al que debía dirigirme. Por fin, bajo uno de esos enormes soportales de entrada que suelen tener los edificios universitarios vi a un grupo de alumnos entre los que de inmediato reconocí a alguno de mis compañeros. Me hicieron señas para que me quedase donde estaba,ya que eran ellos los que venían hacia mí. Era una zona en penumbra, además de ser un día nublado, así que no lograba ver con claridad los rostros de quienes con semblante alegre se me acercaban, pero entre ellos una figura desacostumbrada para mí, que vestía con sombrero y cuya forma de andar denotaba una edad muy superior al resto, captó mi atención de inmediato, haciendo que mi caprichosa mente se empeñara en asociar, quizá debido a la semejanza de su atuendo, con una imagen machadiana que hace mucho aprendí de los libros de texto.
Cuando lo tuve cerca y por fin lo hube reconocido sentí un impetuoso deseo de saludarlo.Después de presentarme, le dije «don Alberto, sabe usted que fue mi profesor», a lo que me contestó que le sonaba mi cara pero no recordaba mi nombre. «Es normal», le dije, «han pasado casi cuarenta años desde aquel en que comenzaron los primeros estudios de Informática en la Universidad de Granada». Se sorprendió cuando le hice caer en la cuenta del tiempo transcurrido y empezamos a charlar de algunas cosas que habían pasado desde entonces. Me atreví a preguntarle su edad y sin reparos él me la dijo, haciéndome comprender de inmediato que todo aquel tiempo había pasado de igual manera para ambos. Es curioso lo que consigues con los años, me atrevo a afirmar que en mis tiempos de estudiante no hubiese sentido deseo, ni tenido suficiente valor tampoco, de mantener conversación alguna que se prolongara más de unos pocos segundos con quien en aquellos momentos me atraía de tal forma que hubiese abandonado cualquier asunto que me requiriese con urgencia solo por escucharle y poder hablar con él aunque solo fuesen unas cuantas palabras. Mirar mi cara en la foto que acababa de pedirle que nos hiciéramos juntos despejaría toda duda que impidiera a cualquiera comprender que aquel no iba a ser para mí un día más.
Dice un amigo mío que cuando empiezas a pensar más en el pasado que en tus proyectos futuros es que estás envejeciendo, pero a mí, como buen estudiante que siempre he querido ser, nunca me ha parecido mala idea repasar la lección para ver si realmente la aprendí como debía. La primera parte de nuestra visita la conformaba una charla a cargo de una profesora cuyos apellidos me eran muy familiares y que nada más tuve delante supe que conocía. María José era su nombre y había sido mi compañera durante la carrera a la vez que don Alberto profesor de ambos. Qué cosas tiene el destino, que sin que lo esperes va y te coloca de oyente en una conferencia titulada Acceso a la tecnología informática para personas con discapacidad impartida por una antigua compañera a la que llevas media vida sin ver y te pone como compañero de pupitre al responsable máximo de la implantación de la carrera de Informática en Granada, a quien sin saber muy bien el motivo empiezas a estimar mucho más de lo que hubieses sospechado solo unas pocas horas antes.
Comenzó la ponente su disertación pidiendo a los presentes algunos objetos personales que le pudieran servir para hacer una demostración práctica del uso de un tipo de software diseñado para ayudar a personas con dificultades visuales a reconocer objetos. Fue mi estimado compañero uno de los que se animó a ofrecer alguna de sus pertenencias, que no fue otra que su sombrero de fieltro, para que junto a las donadas por otros asistentes pudiera iniciarse aquel experimento que empezaba a generar expectación. Ante la cámara del teléfono móvil aquella aplicación era capaz de dar detalles precisos de cuanto tuviese delante, produciendo una descripción auditiva a través del altavoz del aparato. Continuó la ponente su exposición haciendo un repaso exhaustivo de cuantos dispositivos se han ideado o se siguen investigando para conseguir hacer la vida más fácil a todas aquellas personas que tienen alguna discapacidad, ya sea de tipo visual, auditiva, motora, cerebral… Aparatos muchos de ellos que fijados a alguna parte del cuerpo son capaces de detectar y medir multitud de señales sensoriales que una vez tratadas permiten a su portador interactuar con el medio sin merma de sus posibilidades, es decir, consiguen que esa persona pueda realizar tareas que de otra forma le sería imposible ejecutar. Era manifiesto que la ponente era alguien docto en la materia y así,consciente del público al que se dirigía, intercalaba sus explicaciones con interpelaciones frecuentes que pretendían impedir aburrir con lo que contaba.
No percibe la carretera del mismo modo quien viaja en el asiento del conductor que cualquier otro viajero sentado en un asiento diferente del automóvil, así desde mi posición de oyente tenía tiempo de fijarme en cuantos detalles no tengo ocasión de observar con detenimiento a diario en el desarrollo de mi trabajo. «Es curioso», pensaba mientras veía a la animada profesora dar sus explicaciones, «aunque acaba de ver por vez primera a los alumnos que tiene delante no se le notan nervios en absoluto ni inseguridades que le hagan perder la concentración. Hasta cuando algo no le sale a la primera como espera, rápidamente vuelve a hacerse dueña de la situación». Mientras tanto una idea recurrente se me hacía presente: «Qué distintos podemos ser todos a pesar de lo que nos parecemos, y sobre todo qué feliz se puede vivir viendo los toros desde detrás de la barrera». Ella seguía hablando animadamente cuando en mi cabeza surgió otra reflexión: a pesar de todos los avances tecnológicos que el hombre ha conseguido y que le han permitido mejorar enormemente sus condiciones de vida como especie, nuestra naturaleza sigue siendo la misma que el día en que apareció sobre la faz de la tierra, con igual maldad o torpeza, según se mire, que la que demostramos desde el día que empezamos a tomar conciencia de nosotros mismos hace millones de años. Hemos sido capaces de modificar nuestro entorno con herramientas poderosas que hemos sabido construir,pero no hemos sido capaces de mejorarnos un ápice a nosotros mismos en lo más vergonzoso de nuestra condición humana. Ese debe de ser quizás nuestro mayor fracaso.

Terminó su charla y junto a mis compañeros me acerqué a felicitar a la ponente por su intervención. Por su parte don Alberto también ofrecía su enhorabuena a quien de sobra conocía por su trabajo en la universidad. La mente de un hombre de ciencia siempre anda a la búsqueda de novedades, a la vez que disfruta curioseando entre el conjunto de señales que puede encontrar buceando en la realidad. De este modo, mientras la ponente recogía todo el material que había usado durante la conferencia, nos enfrascamos con ella en una interesante discusión acerca de las investigaciones actuales que usan la detección de señales cerebrales mediante dispositivos que miden parámetros como la sudoración o las variaciones en el fluido sanguíneo para descubrir algunos de nuestros pensamientos o de nuestras emociones. Fue entonces cuando don Alberto, que llevaba puesto uno de estos relojes inteligentes que miden constantes vitales, nos hizo partícipes de una de sus funciones que le permitía obtener su electrocardiograma en pocos segundos y grabarlo en formato pdf. A la vez era evidente la ilusión y asombro que le producía el poder contarlo. Tal era su entusiasmo que todos empezamos a fijarnos solo en su reloj: parecía un niño que acaba de salir a la calle en la mañana de Reyes deseando compartir con quien encuentra las bondades de su regalo. No hay edad para la ilusión, mientras esta existe seguimos vivos. A mí me emocionaba verlo así, tanto que me afectó cuando lo vi preocupado por no poder encontrar en aquel momento el menú exacto en el que debía estar aquella opción que pasaba a pdf el electrocardiograma generado.»No se preocupe, don Alberto. Sé en qué consiste esa función y que esto relojes la realizan»,le decía para animarlo, pero él — y en ese instante me recordó lo testarudos que podemos ser los que hemos aprendido a base de probar una y mil veces un mismo algoritmo hasta que produce el resultado que esperamos — no cejó en su empeño hasta que la encontró. «Aquí está», dijo al fin, con la satisfacción de quien cree que parte de su honor y prestigio están en juego si no consigue demostrar empíricamente sus palabras, a la vez que no está dispuesto a tolerar que una máquina por muy avanzada que sea lo deje a uno en mal lugar. «Ya sabía yo que lo podía generar», le dije para felicitarlo, mientras él satisfecho comentaba que para ver el resultado completo había que enviar los datos al teléfono móvil y desde allí, si se quería,imprimir el pdf. «Lo más importante es que al final haya salido bien», le dije, mientras él con cara de extrañeza me aseguraba que ya lo había hecho otras veces y que salía perfecto.»Menos mal», añadí, «no querría ir ahora corriendo para urgencias porque la gráfica no está como debiera».




A continuación tuvimos un descanso de una media hora en que mis compañeros me habían dicho que irían a alguna cafetería a desayunar, pero no estaba yo por la labor de dejar pasar aquella oportunidad de compartir ese tiempo con alguien de quien podía aprender tanto a la vez que disfrutar de su compañía. No me atreví a proponerle si le apetecía tomar algo juntos pensando que quizás habría alguien más importante que requiriese su atención, de modo que quedé alborozado cuando fue él quien terminó por decírmelo a mí. «Si te apetece podemos subir a la planta tercera de la Escuela de Enfermería, allí hay una cafetería con una terraza que tiene unas vistas magníficas» me comentó, a lo que yo asentí de inmediato sin dudarlo. Sin saber muy bien cómo, me estaba codeando con una eminencia en el ámbito de la ciencia a quien guardaba un inmenso respeto por ser quien era y por haber sido mi profesor, lo que seguramente traslucían entonces todos mis gestos y palabras. Mientras íbamos a la cafetería opinó sobre lo que le había parecido la conferencia y la curiosidad que le despertaba la cantidad de dispositivos y programas que nos habían enseñado para ayudar a personas con discapacidad. Por mi parte le dije que una de las cosas que había estado pensando todo el rato era en lo afortunado que se puede considerar quien no tiene que usar ninguno de aquellos aparatos porque no lo necesita, y él estuvo de acuerdo.
Llegamos a la zona de ascensores, y al pulsar para llamarlo, su carácter observador reparó en el código braille impreso en relieve sobre las teclas, del que nos habían hablado momentos antes durante la conferencia, así en voz baja murmuraba «una secuencia de seis puntos, claro de este modo…», y seguía analizando cómo codificar los dígitos decimales para que los pudiera reconocer un invidente. Un científico a pesar de su edad nunca descansa, eso lo pude comprobar todo el rato que estuvimos juntos. Al llegar arriba quiso primero que viese la terraza y las bonitas vistas de la ciudad, que ofrecía una magnífica postal de la sierra, en la que destacaba el inmenso manto blanco que ese día cubría el Veleta. Como no hacía muy buen día decidimos que era mejor sentarnos dentro. Mientras caminábamos por entre las mesas me llamó la atención que todos los estudiantes que nos rodeaban fuesen tan jóvenes: era obvio que tanto tiempo después nosotros habíamos cambiado mucho a la vez que ellos seguían con la misma edad de entonces. Supuse que allí no era conocido porque pasamos totalmente desapercibidos, pero no me dejaba de extrañar que nadie repara en la suerte que yo tenía de caminar a su lado. Nos pusimos a hacer cola para pagar un par de cafés y quiso invitarme, cosa que por supuesto no le dejé hacer. Dos descafeinados con leche, el mío de máquina, el suyo de sobre, según me dijo para así controlar mejor la cantidad de café que ingería. Ya sentados tuve la sensación de ser un periodista al que se le ha concedido la exclusiva de entrevistar a un personaje famoso. Hace cuarenta años me abría avergonzado solo de pensar en pedirle la hora y ahora hablábamos como dos conocidos que se tratan desde siempre. Me contó de dónde era, dónde hizo sus estudios, el motivo que le trajo a nuestra ciudad, me aportó datos históricos como la ubicación de la Facultad de Ciencias, donde hice la carrera,que en el tiempo de su llegada a Granada estaba situada en el edificio de la actual de la Facultad de Derecho. Quedé impresionado cuando me dijo que Federico Mayor Zaragoza, quien llegó a ser director general de la Unesco y rector de la Universidad de Granada, fue el que a principios de los años ochenta lo nombró director del Centro de Cálculo de la universidad y le encargó la tarea de organizar los estudios de lo que sería la Diplomatura de Informática, de cuya primera promoción formo parte y que tuvo como uno de sus profesores a quien ahora estaba sentado conmigo.
Como en una película, mientras estábamos allí quise haber podido parar aquella escena,cambiar a los personajes e imaginarme a mí mismo compartiendo un rato como aquel con alguien muy querido al he echado mucho de menos para poder hablar del modo en que ahora lo hacía con mi antiguo profesor, quien ahora tiene poco menos que su edad cuando esa posibilidad desapareció para mí definitivamente. Pero eso solo pasa en el cine, que afortunadamente nos sirve para recrear la realidad del modo en que la soñamos.
Se nos hacía tarde, así que nos levantamos para dirigirnos al Museo de Ingeniería de Computadores y Redes del que mi acompañante es su director. Antes de dirigirnos a la zona de ascensores le pedí que me esperase porque si adonde íbamos no había servicios quizás sería mejor que fuese a ellos en el sitio donde estábamos. Y esto a él le hizo caer en la cuenta de algo que también necesitaba hacer, y es que hay situaciones que surgen de modo que
colocan juntas a personas en sitios que no esperan. Mientras caminábamos por las calles del campus me empezó a hablar de algunos de los dispositivos que íbamos a ver y me volvió a sorprender sacando del bolsillo de su chaqueta un paquete cuidadosamente envuelto con plástico en el que llevaba anotados algunos datos importantes que iba a usar después. Era una chuleta en que había anotado algunas cifras relativas a la evolución de la velocidad de transmisión y la capacidad de almacenamiento de datos que supuse le permitirían dejar con la boca abierta incluso al más distraído de los alumnos desinteresados. «¿Tú conoces estas tarjetas perforadas?», me preguntó mientras me enseñaba una de aquellas tarjetas que usaron los primeros computadores como entrada de datos, y no se lo tuve a mal, porque como dice el proverbio hasta el mejor escribano echa un borrón, «pero cómo no voy a saberlo don Alberto,si fue usted quien me lo enseñó cuando me daba clase» le respondí, y nos sonreímos los dos.
Cuando llegamos al museo la visita ya había comenzado y un joven ejercía de anfitrión.Aunque acababa de iniciar las explicaciones que daba al grupo de estudiantes y sus profesores, cuando se percató de que don Alberto estaba entre los presentes, con un poco de sofoco quiso cederle a este la palabra. Imaginen a un músico aficionado que se atreve a cantar versionando a uno de sus cantantes favoritos en medio de una sala abarrotada de gente que ha ido allí a escucharle, y que justo en el momento en que empieza su actuación sin que nadie lo espere aparece por una puerta de detraś del escenario el compositor y cantante al que trata de imitar. Al joven cantante no le queda más remedio que dejar la canción por donde estaba e invitar al maestro a continuar, pero como sea que el público no se da cuenta de quién es el recién llegado, va y lo presenta con el punto justo de familiaridad; mientras, la estrella se hace en un instante con el control de la situación y no pasa por alto expresar su deseo de que su acompañante siga junto a él durante el resto de la actuación. Pero todo el mundo, incluido el músico inficionado, ya se ha dado cuenta de que bajo los focos solo queda espacio para el que de ahora en adelante está dispuesto a hacerlos disfrutar.
El sabio profesor inicia su exposición con una pregunta: «¿sabéis el origen de la palabra ‘cálculo’?», y a partir de ahí comienza una lección magistral para cualquiera con un poco de curiosidad por la historia de unos dispositivos que como nos va a enseñar surgieron de la necesidad de contar y que pasaron de ser primero unas calculadoras rudimentarias a convertirse más tarde en los primeros ordenadores, aquellos de los que llama la atención sobre
todo su tamaño y la escasa potencia de procesamiento que poseían. El maestro recurre varias veces a su chuleta para darnos datos precisos que nos permitan establecer una comparativa entre aquellos viejos equipos convertidos hoy en piezas de museo y cualquiera de los dispositivos electrónicos de los que nos servimos a diario. Casi todas las máquinas que vamos viendo son equipos que estuvieron en su día al servicio de la universidad y muchos de ellos han sido rescatados por quien nos habla para formar parte de este paseo cronológico por la historia de la electrónica. A cada máquina le acompaña un cartel que la sitúa en una época e
informa de lo que tuvo de particular o novedoso cuando apareció.
Todo lo que se intenta aprender por medio de alguien que lo enseña se consigue en menor o mayor medida en función del entusiasmo que pone aquel que nos lo explica, así que en este caso somos unos privilegiados pues el que hoy nos ha tocado ha dedicado sus casi ochenta años de vida a una pasión que es parte de la historia de la universidad en la que nos encontramos. Mientras habla nos cuenta experiencias personales y anécdotas que convierten
las cuestiones más técnicas en algo ameno que despierta interés incluso en quien es lego en la materia. El sabio conoce perfectamente los entresijos del funcionamiento de cada máquina y mientras habla de ellas se puede intuir todavía en sus ojos destellos de aquella ilusión que cuando joven le hiso sentirse atraído por la carrera de Físicas en la Complutense de Madrid.Lo mismo que un buen cuidador es conocedor de sus mascotas y se dirige a ellas sin equivocar su nombre, nuestro disertador disfruta recordando cada computador por su denominación exacta a pesar de que estos cubren una amplio abanico que va del ábaco o la pascalina, pasando por los terminales de Univac, los de Data General o los de Sun, así como los primeros ordenadores personales de IBM o aquellos otros de fabricantes como Amstrad,Apple o Dragon, y otros muchos que a pesar de poseer algún código numérico identificador son nombrados sin error por quien nos los describe. De la misma forma que nos aclara la evolución de las válvulas de vacío hasta llegar a los transistores el maestro nos da datos exactos del número de estos que se incluían en los primeros microprocesadores; también nos detalla el funcionamiento de una impresora de impacto o de un plóter; y hasta nos explica la razón por la que a un tipo de papel de impresora se le llama papel pijama.
Nuestro recorrido va llegando a su fin y parece que ha cumplido o incluso superado las expectativas con que nuestros alumnos habían llegado. Por mi parte me acerco a darle las gracias a nuestro experto docente y le felicito porque creo que nuestra visita ha valido la pena, considerándolo responsable principal de que todos nos sintamos así. Aunque con lo vivido hasta entonces me daba por satisfecho, me sentí halagado cuando el sabio profesor me pidió mi correo electrónico personal para hacerme llegar más tarde una dirección web con la que se podía realizar una visita virtual del museo. Antes de dejarle le brindamos un fuerte aplauso y creo no equivocarme en suponer que el maestro dio por bien empleado su tiempo por las muestras de afecto con que nos despedimos.
Pero como suele suceder con las despedidas no deseadas, al marcharme y quedarme a solas sentí que quizá por los nervios o la falta de decisión no había sabido expresarme del modo en que me habría gustado con quien nos había estado acompañando, que las emociones que había experimentado durante todo el día no se las había sabido transmitir y así me sentía un poco descontento conmigo mismo.
Unas horas más tarde me encontré con un mensaje suyo en la bandeja de entrada de mi correo en el que tal y como me prometió me apuntaba la dirección web para la visita virtual al museo [Museo Virtual de Ingeniería de Computadores y Redes (MICORE):
https://micore.ugr.es/museo/]. En el mensaje me indicaba que la compartiese con cuantos compañeros pudieran sentirse interesados. En mi respuesta volví a darle las gracias por su atención y me despedí intentado corregir lo que por la mañana me había faltado hacer:
Hola, D. Alberto.
Ya lo he compartido con mis compañeros. Ha sido todo un placer la charla y la visita, nos ha encantado, y a los chicos creo que también. Para mí ha supuesto una alegría enorme haber vuelto a encontrarme con usted cuarenta años después de haberlo conocido. Sepa que se conserva estupendamente y que sobre todo mantiene la misma ilusión que le recuerdo desde entonces por su trabajo. La tecnología nos mejora la vida pero son las personas como usted quienes nos la hacen
verdaderamente interesante.
Muchísimas gracias por su atención.
Reciba un fuerte abrazo.
Hasta la próxima.
Sergio López Uceda
Profesor de Informática del IES Alonso Cano
